El horror está en nosotros mismos

Me he pasado estos días leyendo en la playa El horla y otros cuentos de crueldad y delirio, de Maupassant, mientras el mar al fondo hacía de banda sonora y la noche me cercaba como una soga al cuello cada vez con más pasión, con más sol hundido, con más negrura. El terror de monstruos y poderes sobrenaturales al que estamos acostumbrados es difícil de enfrentar a este del francés, paralelo obviamente, pero en absoluto similar. La fantasía oscura de Lovecraft juega con demonios, gatos indefinibles y criaturas cósmicas, invenciones de mundos a los que solo podemos acercarnos; en cambio, Maupassant se recrea en ese otro miedo más cercano a nosotros –por ello tal vez más poderoso–, que es el de nuestros propios terrores, la humanidad hablando a través del lenguaje del demonio. Me ha recordado más a Poe, por la psicología de sus líneas y ese delirio más humano que sobrehumano. El autor nos muestra a través de sus relatos su propio miedo a la locura que llega a invadir al ser humano, al ser con aparente raciocinio que de repente lo pierde, cuando solo queda bajo su capa de apariencia el bruto animal que todos llevamos dentro, pero no solamente nos muestra el miedo sino la fascinación más extrema. Podemos ver porque tenemos ojos, sentimos caricias porque tenemos manos, olemos gracias a nuestro olfato, oímos la agradable música debido a que poseemos dos oídos (generalmente), comemos con fruición porque nos dieron el sentido del gusto. ¿Pero cuántas cosas desconocemos, cosas que tal vez estén ahí y no podamos admirarlas porque simplemente no tenemos medio, o sea, un engranaje, para percibirlas? Quizá si la Naturaleza o Dios, o como ustedes quieran, nos hubiese aportado otro sentido además de esos cinco… entonces podríamos aspirar a sentir voluntades extraordinarias, distintas a las que nos hemos acostumbrado. Esta es la premisa de la que parte el francés para escribir «El Horla», uno de sus cuentos más famosos y aclamados, en el que trata el tema de la locura con una honda profundidad, justo años antes de que él mismo ingresara en un centro psiquiátrico, fascinado por estas supuestas visiones. Maupassant nos deleita en esta colección con relatos que tratan temas macabros como el parricidio o la condena de muerte, intentando poner en evidencia la justicia burguesa que hemos creado, como hace magistralmente en el texto «El loco», que todo el mundo debería leer, o llegando a invadirnos en otro cuento con un amor que, de pasional, se vuelve también enfermo: «La muerta», centrándose en una especie de necrofilia creíble. Este grande de las letras es capaz de presentarnos un relato en el que su protagonista asesina a los padres, las personas que le dieron la vida, para hacernos creer al final del mismo que el personaje debe ser perdonado, e incluso que debemos apiadarnos de este. A menudo el imaginario del escritor no es más que un revuelco y sucesión de situaciones que nos conducen a pensar; su fondo es más social que ficcionista, pretende alentar al lector y hacerle decantarse por una justicia personal hacia los personajes que nos presenta, aunque qué duda cabe que en el fondo toda su obra recorre la médula espinal del horror psicológico.

Termino de visionar esta misma tarde una película que se adentra mucho en la misma crítica de fondo que hacía el francés en su relato «El loco»; hablo de Natural Born Killers, esa obra maestra que parió Oliver Stone en el año 1994, cogiendo una idea original de Quentin Tarantino. Esta inolvidable película, pulp absoluta, en la que el director hace literalmente lo que le da la real gana, híbrida entre un sueño de David Lynch y una alucinación del ya mencionado Tarantino, luchadora de las más suculentas series B, se ha ganado un hueco en mi corazón y creo que me ha cambiado un poco la vida. Su centro es la ultraviolencia, como aquella a la que ya recurriera Kubrick en A Clockwork Orange o Michael Haneke en su fabulosa Funny Games (cualquiera de las dos). La naturaleza del psicópata, o la del propio asesinato, en tela de juicio. ¿Es malo matar? ¿Quién lo dice? Pues, como decía Maupassant en su relato, el registro civil. En el momento que nos añaden en el registro civil somos una cifra más de ese gobierno y casi su propiedad. Si nos matan, somos ajusticiados. La burguesía ha criminalizado el propio crimen cuando éste ha sido siempre la naturaleza del mundo: los peces más grandes se comen a los más pequeños, las liebres son puestas en la boca del león o el tigre; matamos a otras especies para sobrevivir; el niño mata a un mosquito porque le está fastidiando la noche; matamos a la gallina tras habernos comido sus huevos; destrozamos a los toros por el placer de un baile primitivo. Pero esos crímenes no son tenidos en cuenta, ni los de los negros del África o los árabes pobres, porque éstos seguramente no estén en ningún registro civil, porque son desconocidos, y nadie se acuerda ni se acordará de ellos. Viven en otro mundo, por tanto no merecen nuestra atención. Oliver Stone se basa un poco en esto para llevar a cabo, a través de la violencia más absoluta, una película divertida en la que a cascoporros nuestros dos protagonistas van aniquilando todo lo que tiene forma humana y se mantiene en pie, por puro goce y diversión, hasta convertirse en los Asesinos en Masa más famosos de Estados Unidos. Se llega al punto de lo hilarante cuando se mete la prensa a buscar a estos fabulosos cretinos para darles la fama que merecen, pues es aquí donde Stone fabrica una de las críticas más brutales hacia la prensa y la masificación de la noticia, al “todo vale”, al fin que justifica los medios, como ya vimos hace poco en las pantallas de cine con la, cuanto menos, anodina Bruno. Toda esta clase de películas nos muestran una realidad dolorosa que muchos no quieren ni saben aceptar: el morbo por el dolor que crece en el ser humano, llegando a veces hasta límites incluso vergonzosos. Hubo otro mensaje que me pareció hermoso y digno en la película, el que habla sobre el amor como redentor de nuestros demonios. Porque el demonio, amigos, nunca estuvo en el infierno. Es muy cobarde decir esto cuando observamos cada día cómo recorre nuestras tierras y lo callamos.

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Midnight in Paris, oda o crítica a la nostalgia

Escribir podría considerarse como un hecho nostálgico. Uno escribe algo que ha perdido o que nunca tuvo. Es decir que, en cierto sentido, cuando uno escribe, escribe a la pérdida, a una pérdida que ya es menos porque estamos palpándola con nuestra imaginación. Como bien nos recuerda Woody Allen en boca de unos de sus personajes más satirizados en esta obra –el petimetre que cree saber de todo y desprende pedantería–, la nostalgia romántica es la idea de la debilidad, del pusilánime, la máxima del que no sabe lidiar con el presente. Siempre es más fácil pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor y, sin embargo, nosotros estamos aquí y ahora, en este presente. La huída, la evasión entonces parece ser lo que lo solucionaría. De la nostalgia terrible «no pueden liberarse mientras continúe la melancolía», dice Robert Burton, porque siempre está ahí la idea de la seguridad que nos imprime el pasado. El pasado, que ya está hecho, siempre es más cómodo porque uno no necesita arriesgar nada. Nunca fue más cierto que ahora aquello de que el futuro está hecho para los valientes. Podríamos quizá encontrar un punto de cobardía en la resistencia de la nostalgia, en ese no saber enfrentarse con el ahora del que tan bien hablaba Jodorowsky como única superación de nosotros mismos: «Si no eres tú, ¿quién? Si no es aquí, ¿dónde? Si no es ahora, ¿cuándo?».

Midnight in Paris es una crítica y una oda a la nostalgia, quizá las dos porque, al ser el director también escritor, sabe y puede permitírselo. Los niveles metaliterarios se confunden: el cineasta escribe al mismo tiempo sobre un escritor que, finalmente, hace realidad en su vida la novela que le consume. Un día un hombre del siglo XXI está caminando por París. Es de noche y hay un cielo cerrado. Una carroza que parece venir de otros años aparece de repente por la calle y se para delante de él invitándole a entrar. Sin saberlo ha «viajado en el tiempo» y está en pleno apogeo cultural, en el París de los años 20. Allí entabla contacto con Fitzgerald, Hemingway (desternillante comedia del escritor), Picasso, Dalí, Buñuel… con toda la élite intelectual de la época, perfecta y deliciosamente recreada, a los que les ofrece la lectura de su novela. El hecho nostálgico sigue en este nivel narrativo: podríamos considerar que la nostalgia es, igualmente, un «viaje en el tiempo», un viaje que a veces solo tiene billete de ida… o no. Se enamora de una chica del pasado, una amante de Picasso, una francesa. Sin embargo decide finalmente caer en los brazos de otra, en el presente, aunque irónicamente es la chica sobre la que él mismo estaba escribiendo en su novela. Como si de un círculo vicioso se tratase, como si uno solo pudiera rescatarse en ese ir sin volver del pasado.

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La literatura y la mentira

La literatura no puede ser analizada desde un punto de vista moral sino estético. Me equivoco: puede ser analizada desde ambos puntos de vista, pero el primero transgrede la primera ley que rige el arte: la mentira de la ficción. Se puede valorar el mensaje de un libro o una película, por supuesto, porque la ficción es otro puente y puede, y muchas veces debe, servirnos para ahondar en nuestra propia realidad, para convencernos o no de algo, para darnos cuenta o no de algo, para hablar sobre un tema. Eso es una cosa, lo que hacemos con el mensaje de la obra de arte. Pero otra es lo que es en sí la obra de arte. La obra de arte no es más que una mentira estética. Puede ser bella o no. Puede gustarte o no, pero no puede ser valorada como amoral o machista, por ejemplo. Se podría hablar de que el mensaje que nos transmite la obra lo es, pero no la obra en sí, porque la obra puede jugar con todo eso y más precisamente para que luego nosotros pensemos. La obra es neutra, corresponde a otro espacio que está más allá de la moral, de la ética, de la Tierra y del mundo que gobernamos. Que adores Hamlet no significa que te guste que un hombre se vuelva loco, la emprenda contra todo el mundo y se dedique a matar gente; que adores Romeo y Julieta no significa que te guste que los amantes, ante la imposibilidad de su amor, se mueran o se suiciden. Te puede enamorar un pasaje de El guardián entre el centeno, en el que la soledad de su protagonista se ve reflejada en su apatía por el mundo que le rodea, por la belleza o la eficiencia con la que describe ese sentimiento, quizá porque identificas eso con algo que alguna vez pasó dentro de ti mismo, pero eso no significa que pienses que ese sentimiento sea agradable o siquiera que te guste. El capítulo te puede parecer hermoso, pero sentir eso en la realidad pertenece a un mundo distinto y no puede clasificarse desde un mismo punto de vista.

La empatía juega en el papel de las emociones y la belleza, y no nos garantiza que seamos fieles al mensaje que pregonamos y que, en la dimensión ficticia, nos ha conseguido enamorar. Por tanto, censurar ficciones por su contenido ético me parece una imprudencia: por supuesto. Pensar que por leer un libro en el que aparece una violación, en el que hay sexo con menores, asesinatos o drogas, somos menos puros que otras personas, resulta ser un acto de desconocimiento, ignorancia e imprudencia. Si entras en el Museo del Prado, en Madrid, verás en la galería de Goya un cuadro en el que Saturno aparece de manera sádica devorando a su hijo. ¿Deberíamos eliminar ese cuadro por ser un alegato al infanticidio? Es una pregunta que más de uno debería hacerse antes de emitir ciertos juicios. Resolver todo este complejo entramado de niveles que operan entre la ficción y la realidad para darse cuenta de si lo que en un principio dicen, yendo directamente al terreno de lo empírico, les sigue pareciendo igualmente adecuado. En caso de que así sea, yo al menos no tengo mucho más que decir para esas personas. Ellos están a un lado y yo estoy en el otro; seguramente ellos siguen anclados en el de la realidad y yo en el de la ficción. De cualquier modo debería sentirme halagado porque me están permitiendo el derecho de que los mate sin temer ir a la cárcel, aunque sería una emoción bastante mezquina como para albergarla en mi mente. Dejémoslo en otro juego más, en una broma sin importancia.

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Black Swan, el lado oscuro y la obsesión artística

La fragilidad con la que concibe un artista su obra ha sido siempre un asunto delicado. No importa que hablemos de un cineasta, un pintor, un escritor, un comediante o un bailarín, aunque en este caso hablamos de una bailarina. Existe un lazo indivisible en esa clase de pasiones que puede convertirse en lo obsesivo, normalmente en búsqueda de algún tipo de perfección que el ser humano todavía desconoce. Uno quiere hacerlo pero siempre del mejor modo narrable. La oscuridad está en todo y no es posible que el cisne blanco baile con naturalidad si no se apoya en su otra mitad, el cisne negro. Darren Aronofsky nos trae en su fantástica adaptación de El lago de los cisnes el tema romántico del doble, el juego de espejos, el yin y el yang, Jeckyll y Hyde, dos esferas para una misma cosa: el todo que nos compone. Es imposible ser sin existir entre estas dos mitades que, al final, forman parte de nosotros como el aire o el agua, la luna o el sol, forman parte del mundo. Rechazar cualquiera de ellas sería desposeernos de nuestra propia humanidad. Aunque existe un miedo en esa obsesión del artista, un temor que esta película refleja desde el primer hasta el último minuto: permitir que aquella se convierta en la única salvedad, porque entonces estaremos condenados a la carrera obsesiva del delirio, la locura, los terrores, las alucinaciones, la corrupción del cuerpo y del alma, la inestabilidad, lo negro, la muerte. Alcanzar la perfección en este caso fue divino pero también fue la tragedia.

Además, existe en la narración de esta ópera al cine que nos ofrece Aronofsky un atrevido juego en los niveles de la ficción y la realidad que también terminan por mezclarse. La chica virginal y pura que se convierte en cisne y necesita el amor para romper el hechizo, interpretada por una fabulosa Natalie Portman, se debe enfrentar, al entrar en este caótico terreno de las emociones, con su yo oscuro, con el cisne negro, aquel que es capaz de dar la fuerza, la belleza y la seducción a la persona pero que, al mismo tiempo, es capaz de destruirla. Existe miedo al enfrentar esta clase de locura que pertenece a todos nosotros con nuestra inocencia, pero es necesario para convivir en un mundo de claroscuros, para despertar. Dentro de la película, la protagonista va sufriendo, como el actor que interpreta un papel, la metamorfosis de lo que siente a la hora de bailar la ópera, esa historia de baile, amor y obsesiones. Se va transformando y vive esas dos historias tan importantes dentro de ella. Al mismo tiempo pero en otro lugar, en ese distinto nivel de la narración, la protagonista es asimismo una actriz que está interpretando otro papel para una película. El juego de espejos funciona también en los dos niveles narrativos que se nos presentan.

Todos los miedos y todas las alegrías de la bailarina están ahí, en sus ojos, en su mirada huidiza, en su espíritu sensible, en sus pies. El ideal de perfección y de exigencia con el que una chica que ama el baile se expone a lo que hace; el descubrimiento de la fuerza y del deseo, de todas las herramientas necesarias para alcanzar esa perfección; la incertidumbre al salir a un escenario a representar una obra inmortal; el desvío hacia el exceso de la oscuridad; los finísimos hilos en los que están tejidos la realidad y el deseo.

La música acompaña perfectamente a la adaptación, o sea que Clint Mansell vuelve a enamorarnos. A la vez, el cuadro visual del que se compone la misma es brillante: el juego con las luces, los constantes blancos y negros en el vestuario, el decorado, la escenografía… Todo juega a favor para completar una obra que, además de ser una metareferencia a la labor artística, acude a nuestros ojos como un largometraje con tintes de terror psicológico, simbólico y planteado sobre la cima de una enorme metáfora que no cesa de maravillarnos: dentro de nosotros existe un demonio que puede ayudarnos o que nos puede destruir. No por otra cosa la película se llama Black Swan. El lado oscuro es el protagonista, es el ingrediente que compone el arte y la tragedia. Ahora mismo yo hago fouettés con mis palabras. Al otro lado del mundo una chica baila como si se fuera a acabar todo en diez minutos.

Aquel que quiere permanentemente «llegar más alto» tiene que contar con que algún día le invadirá el vértigo. ¿Qué es el vértigo? ¿El miedo a la caída? Pero ¿por qué también tenemos vértigo en un mirador provisto de una valla segura? El vértigo es algo diferente del miedo a la caída. El vértigo significa que la profundidad que se abre ante nosotros nos atrae, nos seduce, despierta en nosotros el deseo de caer, del cual nos defendemos espantados.

KUNDERA, Milan: La insoportable levedad del ser (1984), Barcelona, Tusquets, 2010, p. 65.

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Perdidos y Encontrados

Mi artículo sobre Lost (Perdidos): «Perdidos y Encontrados».

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