Lo intrascendental

La gente está obsesionada con lo trascendental. Pero no puedo compartirlo, no puedo. Me apasionan tanto los detalles más absurdos y más insignificantes de la existencia. El hecho de que te cases o que te hayas sacado unas oposiciones pudieran parecer de lo más interesantes, pero no voy a soñar con ello. Que consigas este o aquel trabajo, que robes un banco disfrazado de Sánchez Gordillo, que te sepas de memoria la lista de los reyes godos o que te recortes la barba en honor a Rajoy. De verdad, no me interesa. En cambio hay otras cosas, otras cosas más ínfimas, íntimas y estúpidas que podrían atraer mi atención durante muchas horas, durante toda una larga, sola y entera noche. Por ejemplo, por qué cocinas un filete a las cuatro de la mañana, por qué decidiste tocarte así la oreja o por qué, inconscientemente incluso, al mover así tu pelo con la mano resultas tan atrevidamente sexi. Por qué cantas cuando nadie te oye o por qué te has mordido el labio sin darte siquiera cuenta. Por qué te apasiona el suspense de Hitchcock o por qué duermes así de lado, contra la pared, en tu cama. Por qué saludas levantando la mano derecha y no la izquierda. Por qué le hablas a las plantas, si de verdad piensas que te escuchan. Esas y muchas otras pequeñas memorias de la vida. Hay tantas cosas que desconozco y no me atrevo a preguntar. Quizá se rompería toda la magia de un solo golpe; la pregunta está prohibida. La imagen de tus labios escupiendo palabras; querer saber qué piensas antes de irte a dormir; qué ilustres cosas invaden tu pensamiento a las cinco de la tarde cuando el mundo ni ha empezado ni ha acabado todavía. Existen aún algunas muestras de humanidad en esas cosas, indecibles cosas de las que nunca hablamos y que, sin embargo, están cambiando nuestras vidas.

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El mundo es nuestro

Quizá es pronto todavía para atisbar las alturas, pero Alfonso Sánchez se ha ganado al menos de momento un fuerte aplauso. Su debut como cineasta en El mundo es nuestro le convierte a todas luces en un ganador, un ganador en tiempos de crisis que bien falta nos hace. Para todos aquellos que de vez en cuando, todavía motivados por los prejuicios, hablan del cine nacional como de algo que está de capa caída o que no tiene mucha fuerza, les invito a ver esta monumental comedia que versa sobre algo totalmente actual, quizá con una risa proyectada también hacia el futuro que nos espera: la crisis, la desesperación y la impotencia humanas ante el control de los que nos gobiernan. El director no había hecho hasta el momento más que unos cuantos cortos que, si bien es cierto que no son gran cosa, sirvieron para abrirle este camino para la realización de su primer largometraje, en donde ya no solo cabe el desmontar los estereotipos andaluces mediante la risa sino que se abarca toda una coyuntura de crisis socioeconómica –al fin y al cabo una crisis de espíritu– con una mirada mucho más crítica y profunda; crisis por la que estamos pasando no solo nosotros sino todos los que no rodean, comunidades y países vecinos. Quizá productos como este precisamente en los tiempos que corren son los más necesarios y los más valientes. Saramago decía que la verdadera forma de luchar contra los poderes que nos atosigan se llama conciencia. Películas como estas vienen a formarla o, al menos, a llamar la atención. El grito de guerra ha sido dado en muchas partes y ahora solo hace falta que la gente tome el relevo.

Ayer le decía a un amigo al salir del cine que la comedia no debería considerarse como algo simplemente «entretenido», pues olvidamos en la mayoría de los casos la fuerza que puede tener el humor usado como canal para expresar muchas otras cosas, como por ejemplo el descontento ante una sociedad materialista y, ahora ya, por fin, desganada y desencantada, o para realizar el despiece de unas formas de ser de un pueblo a menudo atacado, como puede ser el andaluz, por una serie de tópicos que, si bien son ciertos, no definen a todos los integrantes de dicha comunidad. La parodia sobre la Semana Santa y la férrea defensa que las fuerzas del estado ejercen sobre este rito en pleno barrio de Triana, frente a la grave situación de supuesto terror que se está viviendo en un banco que acaba de ser atracado por diferentes especímenes, todos marginados por una sociedad que no los necesita y a la que no les importa en absoluto, sirve también como ácida crítica al clásico tópico del pan y circo para el pueblo, esos momentos en los que la gente, hastiada y con la venda en los ojos, prefiere mirar para otro lado o encender la televisión antes que enfrentarse con sus problemas. No se trata entonces de encontrar la solución perfecta para España, Europa o el mundo, sino de reconocer que estamos jodidos y que no es esa la situación que queremos. Es, además, un botón sobre lo poco que les importa a los de arriba cuidar o proteger a los de abajo, siempre vulnerables.

En este sentido, la película se pone al nivel de otros filmes como La vida es bella, donde el título sirve igualmente de ironía –entre la risa y el llanto–, al igual que lo consigue este grito de «el mundo es nuestro» durante toda la película. «El mundo es nuestro» sirve primero para llorar, porque uno se choca de bruces con una realidad en la que el mundo no solo no es nuestro sino que nos llaman «la generación perdida», representada en esta película por dos delincuentes del tres al cuarto, el Cabeza y el Culebra, pero sirve también luego para ejercer precisamente la fuerza contraria: la de la risa y la energía positiva –donde, por otra parte, reside el doble mensaje de la película– con la que se nos insta a luchar por un mundo que sí es verdaderamente nuestro, que no debería pertenecer solo al ejercicio económico de unos pocos que se enriquecen a costa de unos millones que se empobrecen. El mensaje, al fin, está claro. Como en los sainetes más burlescos, la película presenta un desolador cuadro de personajes, donde uno se acaba riendo hasta del apuntador. Los banqueros aparecen como empresarios despiadados a los que solo les importa salvar un maletín o que los mass media no les den mala prensa; el pueblo como una fuerza que, unida, lucha por una verdadera sociedad en la que, como reclamaba Alain de Benoist, no se cosifique al ser humano hasta el absurdo del desprecio y la indiferencia, a lo que de algún modo parece que estamos llegando.

Observar la problemática de Grecia y los demás países que van siendo arrastrados no es el final, debería ser solo el principio. La mirada de los dos banqueros es la de la solidaria Europa que quiere ayudar a sus compañeros de viaje haciéndoles hundirse todavía más, sin posibilidad de crecimiento alguno. La mirada de los dos protagonistas o la del propio Fermín (un hombre que ha entrado con explosivos a la sucursal bancaria a raíz de su desesperada situación), es la de todos nosotros, ahora o más tarde, con o sin armas de guerra, pidiendo que esto se acabe; o sea que todo eso sirve como metáfora de la desesperación y el desaliento. Lo ideal sería no llegar nunca a eso, pero la verdadera libertad no es algo que dependa de la voluntad de unos pocos, sino de todos, sino de la fuerza más grande que existe, que ha existido siempre, que es el pueblo. Una película de las de verdad que debe correr a ver. Alea jacta est.

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Melancholia o la danza de la muerte

Si Freud dijo que la melancolía era el principio de la depresión, la película que nos ofrece el director danés puede ser la más clara representación de ese análisis clínico. De corte figurado, Melancholia va más allá de lo que podría ser un simple filme de ciencia ficción sobre el fin del mundo. El crítico Fredic Jameson hablaba del arte supremo por sus cualidades alegóricas. Es decir, que existen obras simples y obras complejas. Obras que, sin divagar demasiado, te presentan los hechos tal cual, como podría ser cualquier película de acción protagonizada por Will Smith o Bruce Willis, cualquier vulgar thriller, donde salvar el mundo o darse de hostias hasta el final feliz no es más que un camino entretenido. Y existen otras que normalmente la masa ignora, precisamente por su alto grado de complejidad, ya que requiere la mirada atenta de un público activo. Son estas últimas las que entrarían dentro del cuadro de las alegorías, donde existe un mensaje, profundo, que si atendemos solamente al plano de la acción en la película nunca atisbaremos. Yo hablo de películas psicológicas porque en el fondo responden a preguntas que solo están dentro de nosotros mismos, que solo podemos responder hablando con nosotros y no con el mando de la televisión o las palomitas que nos ofrecieron en el cine.

Melancholia no puede entenderse si no le buscamos la alegoría. Por supuesto, cada uno podrá tener la suya. Aunque hay una clara, por encima de todas las demás, que puede resultar apasionante y terrible al descubrirla. Al parecer Lars Von Trier pasó una depresión hace no mucho tiempo. Si entendemos la obra de arte como una plasmación indirecta de la vida de sus creadores, el inconsciente político del que hablaban los críticos marxistas, queda claro de lo que quiere hablarnos el director en su última película. Entendemos por qué Justine se comporta como si nada le importara en su boda, por qué esos silencios y esa mirada perdida que nunca desaparece, por qué la sonrisa forzada y por qué la aceptación final de que el planeta Melancholia viene a destruirnos. A medida que Melancholia está más cerca, Justine está más relajada e incluso se ofrece en cuerpo y alma a la inminente muerte (recordemos la escena en que, desnuda, se deja deslumbrar por la fuerza luminosa del planeta), a diferencia de su hermana que, como loca, porque pertenece a la otra esfera de la vida, la que no está enferma, busca en vano y desesperadamente huir de la muerte o encontrar una clase de salvación (recordemos la escena en que llora e intenta huir al pueblo con el niño). Entendemos por qué incluso en la noche de bodas Justine solo quiere dormir y dormir, porque el mundo ha dejado de ser interesante.

Entonces tenemos el cuadro completo. La melancolía sin cese conduce a la depresión, la misma que el director pasó hace unos años. Supongo que alguien que haya pasado por lo mismo puede identificarse mucho más con esta película, tendrá más en consideración los más ínfimos detalles. No es una película sobre el fin del mundo sino sobre la depresión. El fin del mundo y el planeta Melancholia son una metáfora sobre esto, porque en ese estado uno siente que el fin del mundo está cerca, que todo se desvanece. En la película entonces no importa la acción, pues si nos fijamos en esta evidentemente acabaremos pensando que se trata de una película aburrida y sin sentido. Se trata entonces de mirar más allá, de focalizar en los detalles, en las reacciones de los personajes ante la muerte, de analizar lo que simboliza esa «danza de la muerte» que significa para algunos la llegada de un nuevo planeta arrastrado por el alarmante nombre de Melancolía.

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American Beauty o la poesía de una bolsa de plástico

Sobre la poesía de los detalles o la poesía de las cosas algunos pocos han escrito. No seré yo quien les imite, al fin y al cabo tampoco es algo demasiado importante para la mayoría de la gente. Pero lo puede ser para ti, que estás leyendo esto, después de tanto tiempo corriendo de un lugar a otro sin encontrarle un asqueroso sentido a esta existencia, ¿verdad? Hablamos de sensibilidad pero no de cursiladas. Hablamos de vísceras y realidad, de honestidad y ganas de sentir el mundo hasta su última consecuencia. Entonces uno puede aspirar a alcanzar la belleza, esa belleza de la que hablaron tan bien Baudelaire o Jodorowsky, la que describió Cummings con su famoso verso: «Nobody, not even the rain, has such small hands», la que en esta película, American Beauty, se nos presenta en forma de bolsa de plástico.

Do you want to see the most beautiful thing I’ve ever filmed? It was one of those days… where it’s a minute away from snowing and there was this electricity in the air. You can almost hear it. Right? And this bag was just… dancing with me. Like a little kid begging me to play with it, for 15 minutes. That’s the day I realized that there was this… entire life behind things and this incredibly benevolent force… that wanted me to know that there was no reason to be afraid, ever. Video’s a poor excuse. I know. But it helps me remember. I need to remember. Sometimes there’s so much… beauty in this world. I feel like I can’t take it, and my heart is just going to cave in.

Resulta que solo unos pocos a menudo son capaces de ver esa belleza, esa entera vida que existe detrás de las cosas. Un vídeo, una bolsa de basura dando vueltas con el viento o este mismo texto no son más que una excusa, una triste excusa, para descubrirlas. A la vuelta de la esquina, el día que te parecería más extraño, si enfocas tu vista de un modo determinado es posible que acabes descubriéndola en el más inesperado lugar. La intención basta para conseguirlo. Me pareció, cuando vi por primera y, ayer por última vez, esta película, que American Beauty estaba hablándonos de lo que es la génesis de la poesía, la poesía invisible del mundo con la que nadie podrá nunca acabar porque, como dijo Pablo Neruda, «podrán cortar todas las flores pero nunca detendrán la primavera». Existe demasiada belleza en el mundo, eso es cierto. Querer abarcarla puede ser un acto suicida. El poeta acude a esa clase de locura cada vez que escribe enfrentándose a su ego y a las cosas. El artista que pinta, que baila, que escribe o que dibuja, el artista que simplemente se enfrenta a la belleza de la vida, tiene dos modos de aceptarla: rindiéndole a ella la más íntima pleitesía al comprender su grandeza o volviéndose loco al no entender por qué hay tanta belleza en este mundo.

La película nos habla de toda esa belleza que está detrás de las cosas, la necesaria para vivir siendo felices. Podemos pasarnos años enteros de nuestra vida sin verla y, de repente, como una gran ironía sobre nuestro absurdo, al saber que nos vamos a morir comprendemos la importancia de nuestra pequeña y diminuta existencia. Necesitamos recordar esto para vivir, para no perdernos en este enorme gran mundo que, como diría Hank Moody, está lleno de giros y de curvas con las que… podríamos perdernos el momento, el momento que pudo haberlo cambiado todo. Nos olvidamos del amor, de los detalles, de hacer el amor en el sofá, de cantar la canción que suena en el coche, de revelar nuestra verdadera identidad reprimida… y al final, perdidos en nosotros mismos, no vivimos; solo somos, tal cual expresó Oscar Wilde, seres que existen. Necesito recordar también todo esto, una vez al año al menos esta película, para volver a comprender. Tuvo que ser el gran Sam Mendes con la mágica mano de Alan Ball quien consiguiera hacernos recordarlo.

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Alejandro Amenábar, Tesis y Abre los ojos

Alejandro Amenábar es un director que me ha sorprendido, quizá porque solo me había quedado con su faceta más moderna, cuando es en sus primeros filmes donde se destaca poderosamente su hábil talento. Después de visionar Tesis o Abre los ojos me di cuenta de que era un autor comprometido y asustado, tal vez como deberíamos estarlo todos, con la sociedad que hemos construido. Un mensaje de fondo que impacta sobre el espectador, una crítica a la sociedad de las apariencias en que estamos inmersos.

En Tesis la película se abre y se cierra con una desoladora verdad: el morbo que poseemos por la pornografía de lo grotesco, la violencia, la muerte y la desgracia ajena. Todo eso nos interesa aunque queramos ocultarlo, aunque nos compadezcamos del prójimo, lo cual en parte demuestra un fondo de hipocresía en eso que hemos llamado «civilización» o mundo moderno. Hay un cadáver en la vía del tren y todos quieren asomarse, incluso si antes les han advertido de que no lo hagan porque el cadáver está despedazado en trozos. En la película un psicópata se dedica a raptar mujeres, mutilarlas, despedazarlas y posteriormente matarlas de la forma más cruel e inhumana, mientras todo eso se graba en vídeo y luego se comercia con ello, lo que se ha dado en llamar películas snuff. Cuando al final se detiene al asesino, los medios de masa y la televisión se dedican, en su eterna búsqueda de la audiencia y el dinero, a mostrar una de esas cintas con el fin de garantizar el morbo que sabe que el público consumirá, dado que, como en la misma película se dice, «hay que hacer cine pensando en lo que quiere ver la gente». Un mensaje que sería necesario rescatar hoy día, donde, como dijo Risto Mejide, la televisión ha pasado del erotismo a la pornografía, donde se comercia con el sufrimiento de la gente, donde no se respetan los más mínimos límites éticos, donde la sensibilidad humana parece haber sido abandonada en pos del caballero Don Dinero. Amenábar lanza aquí un mensaje directo al espectador, nos dice que al final, independientemente de lo que nos ofrezcan, está en nosotros la responsabilidad de aceptar eso o no, y que si lo aceptamos estamos siendo en parte partícipes de la caída. «ADVERTIMOS que las imágenes que van a ver a continuación pueden herir la sensibilidad del espectador», y la pantalla se funde en negro. Estamos de vuelta a la realidad y la película ha terminado, pero el mensaje sigue ahí.

En Abre los ojos hay otra crítica a la sociedad de apariencias: la importancia de la estética como algo superior a nosotros mismos, llegando a llevar a un pobre hombre que lo tenía todo a la locura por no poder aceptarse tras quedar desfigurado en un accidente. Se trata la enfermedad de los celos y se profundiza en el vasto tema de la realidad y los sueños, lo tangible y lo onírico, la virtualidad. Al final hay otro mensaje clave, repitiendo la misma estructura que en su anterior filme: «Abre los ojos», y la pantalla se funde en negro. Estamos de vuelta a la realidad y el autor nos pide que nos demos cuenta de lo que estamos haciendo, de adónde estamos llevando el barco en esta cultura del bisturí y las prótesis; nos pide, en definitiva, que nos asomemos a la obsesión que nos vendieron sobre nuestra condición física, olvidándonos de la psíquica al tiempo que la volvíamos loca. Alain de Benoist, un filósofo francés, dijo lo que sigue: «La sociedad liberal sigue reduciendo el hombre al estado de objeto, cosificando las relaciones sociales, transformando a los ciudadanos-consumidores en esclavos de la mercancía, reduciendo todos los valores a los de la utilidad mercantil»*, y nunca más que ahora deberíamos tenerlo presente también.

Amenábar busca un compromiso con la sociedad que le ha tocado vivir, como todo hombre comprometido con la causa en la que cree, cuando todavía hay esperanzas de cambiar algo. Y lo cierto es que su mensaje es claro: la única forma de cambiar las cosas es cambiar tú mismo, porque tú modificas la realidad que te rodea y no al revés.

 

*Benoist, Alain de (2005): Comunismo y nazismo, Barcelona, Ediciones Áltera, p. 154.

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