Big Eyes o los ojos del artista

¿Qué diferencia a un verdadero artista de un farsante? Big Eyes, la última y, en mi opinión, mejor película de Tim Burton, nos responde a esta pregunta a través de la historia del matrimonio Keane, un relato basado en hechos reales. ¿En qué contexto? América, años cincuenta. Él, un fanfarrón, un charlatán con ínfulas, encantador de serpientes, un rufián de poca monta con maneras para el marketing. Ella, una pintora talentosa que se infravalora, una mujer que, como muchas, cayó en el error de la tiranía o la dependencia al hombre, una víctima de su debilidad y sus miedos. Así que ambos se enamoran. Él ve en ella una fuente de ingresos y riquezas; ella descubre en él a un tipo encantador y sonriente que le pide la mano a los pocos días para salvarla de su fatal sino, para mantenerla a ella y a su hija, para que no le quiten la custodia de la pequeña, para que sobreviva y pueda seguir pintando. Al principio ella no lo entiende, pero él le hace ver que es mejor firmar los cuadros con su nombre porque, claro, es el hombre el que posee prestigio y nadie en esa época daría un colín para ver la obra de una mujer, porque… ¿mujeres artistas, qué era eso?, ya que, como bien nos recuerda Germaine Greer, «la obra femenina era admirada, según el antiguo punto de vista, con asombro, como si las mujeres pintaran con los dedos de los pies».

El estilo de Margaret Keane se caracterizaba por pintar mujeres y niñas casi de manera obsesiva con una particularidad muy especial: todas tenían los ojos grandes. Esto, que sirve como metáfora para explicar la necesidad del arte para el que lo emprende desde la pasión, donde el amor responde a cada tramo del lienzo, el papel o el instrumento que se posiciona frente a uno, es rechazado por el bobo que, falseando su propia identidad y únicamente conducido por el dinero, por la suciedad del ego y la apetencia del aplauso, miente, extorsiona y aplasta para hacerse con el poder y el reconocimiento. Los ojos son las ventanas del alma: en ellos nadan y se encuentran diferentes universos. Estos son la fuente y la expresión de todas las emociones humanas. Así, en un momento que pasa casi inadvertido de la película pero que resume esta lucha, ella le responde a una de sus preguntas explicándole que ella pinta por una cuestión emocional, que piensa incluso que lo que a la gente le atrae es lo que le emociona. Él, por supuesto, no lo entiende y plantea justo la hipótesis contraria.

La película, en un despliegue de planos magistrales y unas actuaciones brillantes por parte del dúo protagonista, Amy Adams y Christoph Waltz, recrea esta terrible historia en un in crescendo imparable. Vemos el progreso y el descenso, la primera subida al cielo y el posterior descenso al infierno desde el paraíso. Big Eyes hace justicia al honor de una mujer que pudo finalmente luchar para recuperar su honra, ganando un juicio en el que, por supuesto, la única prueba final tuvo que ser poner a ambos a demostrar su calidad como artistas, esto es, a pintar. Tuvo que ser duro, puesto que ella, víctima de su propio miedo, había acabado aceptando las directrices de su marido para ser ocultada e invisibilizada. Burton consigue, a través de una puesta en escena visualmente preciosista y admirable, sumergirnos en la tragedia de esa mujer, nos hace sentir repulsión hacia la figura de su hombre y su desgracia, consigue llevarnos de la paz a la ira, del verde al rojo de una cerilla, de un cuento de hadas a una escena que de repente nos recuerda a Kubrick y su terrible resplandor, que nos incita a la temeridad y al desastre. Esta historia nos retrata una vez más la injusticia de la opresión, la infantilidad y la autocensura que desgraciadamente llevó a muchas mujeres a despreciar su talento, su mirada o, lo que es lo mismo, su forma única de mirar al mundo.

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Educar en lo positivo o las consecuencias de las expectativas sobre el otro

Mucho se ha hablado estas últimas décadas sobre los efectos positivos del placebo en la medicina en diversos experimentos donde se probó dar fármacos falsos a algunos pacientes que «mágicamente» se recuperaron quizá potenciados por la falsa creencia que este les proporcionaba. De hecho, si no tengo mal entendido, la utilización del placebo en la medicina hoy día resulta ser una práctica natural y no se considera algo pernicioso para los expertos o una falacia científica.

En psicología o pedagogía el mentado placebo se trasladaría a lo que se ha llegado a llamar el efecto pigmalión, esto es, a la explicación de que nuestra expectativa sobre algo influye o determina de algún modo el rendimiento que tendremos y, por tanto, la consecución de un objetivo. Por ello, ya psicólogos de la talla de Skinner en el siglo XX abogaban por un sistema donde se premiara más a la gente antes que castigarla, puesto que el refuerzo positivo parecía ofrecer muchos más estímulos a los animales con los que experimentaba que el castigo (rasgo en el que hemos basado nuestra sistema educativo actual, por cierto). Es decir, el hecho de que profesores, padres o amigos te etiqueten en cierto grado o tengan unas expectativas sobre tus posibilidades hace que tú, influido por estos estímulos, vayas a trabajar para encajar, positiva o negativamente, en lo que los otros pensaban ya sobre ti, eso que también se conoce como profecía autocumplida.

Escribe Lauren Slater: «En 1966, dos investigadores, R. Rosenthal y L. Jacobson llevaron a cabo un experimento consistente en practicar una prueba de inteligencia a niños de los cursos primero a sexto con el falso nombre de Test de Harvard de Adquisición Conjugada. Dijeron que la prueba era indicativa de la capacidad intelectual naciente o “acelerón”». Pero en realidad, lo que analizaban esas pruebas eran comportamientos no verbales, nada que ver con la intelectualidad de los niños. Se les dijo a los profesores que aquellos que sacaran resultados positivos en el test tendrían que avanzar de manera increíble en el transcurso del año siguiente. Y así fue, los que salieron reforzados positivamente de aquel test (que era en realidad un placebo y no medía el intelecto realmente; de hecho, los resultados fueron entregados de manera aleatoria y sin sentido), sacaron mejores notas y progresaron académicamente. Por lo que, resume la autora, esto «indicaba que el “cociente intelectual” de la persona tiene tanto que ver con la ocasión y las expectativas, como con la capacidad innata». O sea, se estaba poniendo en tela de juicio que todo sea predefinido antes de nacer, sino que el entorno y la experiencia, las expectativas de los otros sobre nosotros influyen igual o más en el avance intelectual de las personas, en la consecución de logros.

Un poquito más adelante, en la década de los setenta, otro popular y controvertido psicólogo, Rosenhan, realizó un nuevo experimento, en este caso con el fin de desmantelar la supuesta ciencia de la psiquiatría o de preguntarse si realmente esta funcionaba. Hay un largo debate abierto sobre si el diagnóstico psiquiátrico está basado a veces realmente en asociaciones reales o anómalas en el cerebro de un paciente o en simples conjeturas a raíz de unos síntomas descritos por el paciente (que en muchos casos pueden ser subjetivos, exagerados o, como se demostraría con este experimento, incluso mentira). La diferencia entre estar «cuerdo» o «loco» es a menudo subjetiva o difícil de definir porque entroncan en ella muchas variables (si bien hoy día la más plausible parece la de no diferenciar bien entre ficción y realidad), por lo que siempre ha sido algo prestado a debate.

En 1970 publicó en la aclamada Science su artículo, resultado del experimento: «On Being Sane in Insane Places», en el que relataba cómo había llevado a cabo durante un mes la labor. Había llamado a diferentes amigos suyos, completamente cuerdos, y les había pedido que fueran a las puertas de diversos centros psiquiátricos americanos diciendo que oían una voz que les decía zas, con el fin de ver cómo les trataban. A causa de la Guerra de Vietnam había muchas personas con trastornos mentales, heridas por las cicatrices de la contienda, y por ello muchos soldados falseaban tener alguna demencia para no alistarse en las filas del ejército y luchar o, en algunos casos, perder la vida. Supongo que este «falseamiento» de la realidad es lo que motivó al psicólogo a hacerse ciertas preguntas, a jugar y lanzarse a la aventura. Sin hacer demasiadas pruebas, solo con aquellos testimonios, todos, incluido el psicólogo, fueron ingresados en tales centros durante un mes, donde les trataban a veces a golpes y también los inundaban a fármacos, como si fueran unos «locos» más, y de donde fueron finalmente expulsados por «remisión de los síntomas» cuando en realidad nunca los hubo.

Este y otros experimentos posteriores, como el que hizo años más adelante la misma Lauren Slater, demostraron que muchas veces los «locos» no son realmente diagnosticados en base a una prueba científica real sino frente a un mero testimonio, o sea, que son las etiquetas y las expectativas que tenemos de la persona las que diagnostican la enfermedad mental en muchos casos. Alguna vez escuché que muchos «locos» se comportan como locos porque es como se les concibe, como se les trata, que precisamente quizá dejarían de serlos si se les empezara a tratar como personas normales. Está claro que esto no puede ser cien por cien cierto, y que los trastornos mentales son reales y una tragedia en el caso de muchas personas, pero no es menos cierto que el diagnóstico psiquiátrico muchas veces responde a una imagen preconcebida de lo se dice de alguien y no de lo que realmente, de manera química o cerebral, podría observarse.

Esto confirma la teoría del efecto pigmalión en el caso negativo, o sea, el hecho de que las personas que depositan pensamientos y expectativas negativas sobre otra persona (imagino que más influyentes cuanto más impresionable o influenciable es la persona con una personalidad poco definida) pueden hacer que esa persona confirme estas creencias y las potencie, lo cual destaca lo nocivo de una educación basada única y exclusivamente en los castigos o que infravalore a sus alumnos. Repetirle a alguien errores o fallos de fácil encuentro en cualquier ser humano, incluso estigmatizarlos en base a etiquetarlo de manera continua, puede influir mucho en la construcción del carácter de una persona o un estudiante. Ken Robinson o Eduardo Galeano, además de muchos otros, reivindican que el sistema actual de enseñanza, heredado de la era industrial, ya no sirve, que se necesita un cambio de modelo. Aquí es donde, a veces, todavía, los profesores o los padres olvidan el efecto tan importante que, como enseñantes y educadores, poseen durante sus lecciones, donde olvidan, al fin y al cabo, el efecto demoledor o triunfante de sus palabras.

 

Bibliografía

Galeano, Eduardo (2013): Patas arriba. La escuela del mundo al revés, Madrid, Siglo XXI.

Robinson, Kevin (2011): El elemento: cómo encontrar tu pasión puede cambiarlo todo, España, Debolsillo.

Slater, Lauren (1989): Cuerdos entre locos. Grandes experimentos psicológicos del siglo XX, Barcelona, Alba.

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La importancia de una coma

Ahora que está de moda hablar de economía lingüística en este mundo de prisas y comunicación constante, de sobreinformación, habría que pararse un momento a reflexionar sobre un hecho que va en contra de la evolución del pensamiento. Si la economía es aquella ley, por ejemplo en lingüística, que habla de una mayor eficiencia a la hora de comunicarse (por ejemplo, la sustitución de sintagmas nominales o nombres al actualizarse en pronombres personales, la elipsis del sujeto que ya se conoce, etc.), hay una línea que, de cruzarse —por una mal entendida «comodidad» del sujeto hablante— se traspasa el límite de la economía y se llega a la ininteligibilidad o al equívoco. Por ser «excesivamente económico», como sucede con los mensajes en el teléfono escritos con prisa, uno puede llegar a olvidar una coma que, al contrario de lo que se piensa, esconde más significado que quizá tres palabras de la misma frase.

Por eliminar «un simple carácter» el mensaje puede ser completamente diferente y la comunicación un fracaso: eficiencia cero y una mala gestión comunicativa. De esto es ejemplo cualquier comunicado que contenga una negación y se utilice mal la coma: no es lo mismo decir No, quiero ir que No quiero ir (uno afirma el enunciado y el otro lo niega). O en el caso de que, por olvidar otra vez la coma, nos digan Quiero comer mierda en vez de Quiero comer, mierda, utilizando correctamente la coma para ejercer con la última palabra la función de interjección y no la de complemento directo del verbo, lo cual daría a confusiones ciertamente divertidas o escatológicas y podría hacer incluso que nos replanteásemos nuestra amistad con dicha persona. Asimismo ocurre al añadir un carácter que, por error, conlleva a otros malentendidos. Recientemente, al morir Nelson Mandela, el expresidente y aclamado abogado sudafricano, el periódico El País publicó en España un titular que decía «Muere, Mandela», lo cual, despiste imperdonable del periodista o de la sección digital del periódico que permite tal atentado lingüístico, resulta a todas luces un error garrafal en cuanto a intención comunicativa, por pasar de dar una simple información a usar un imperativo criminal que bien podría ser el título de una novela del oeste.

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Gravity, a qué huele o cómo duele el vacío

A qué huele o cómo duele el vacío. Quizá Alfonso Cuarón no se propuso responder estoni nosotros tampoco. Uno entra a la sala de cine con no mucha certidumbre, realmente con ninguna. Las luces se apagan y uno empieza a sentir lo que sentiría cualquiera que se enfrenta a lo infinito: angustia y una extraña excitación. Debo decir que cuando acabó el largometraje, una amiga que estaba conmigo se volvió para preguntarme si me había gustado. No se entiende mi respuesta, mi silencio, pero me sentí herido porque no quería responder. Todavía estaba emocionado. Me había quedado sin palabras de alguna forma. Lo que en manos de cualquier otro director podría haber sido un bodrio palomitero, aquí se siente y se pasa, se entiende, se sufre, se admira. Se admira cada segundo, cada quejido, cada falta de oxígeno, cada bello paisaje de una tierra lejana, azul inmensa, que nos recuerda lo que todavía somos y sin embargo no comprendemos, la visión de un amanecer en medio del espacio, navegando sin rumbo, recordando el dolor de la pérdida.

Cuando la poesía baña la pantalla uno se siente envuelto y abrazado. En medio de la oscuridad uno puede cerrar los ojos y olvidarse del mundo. El dolor es fácil de evitar y sin embargo sigue siendo un compañero. Deseamos las cosas que están lejos, pero sentimos todavía el peligro de tenerlas cerca. Somos fruto de un caos absolutamente perfecto: así, solo solos entendemos, inundados por el silencio, el sentido del sonido. La película es un despliegue elegante de elementos, de piezas que forman un puzzle perfecto: dos actores magníficos, unos paisajes grandiosos, una tensión dramática precisa y un ritmo y un guión redondos. Gravity es como un peso cayendo hacia ninguna dirección en el vacío, en lo ingrávido, como un sueño de Lynch o un cuadro imposible de Dalí. La gravedad ya tiene un recuerdo.

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Antes del… amor

Si las palabras pudieran tener traducción posible de alguna recóndita parte de la realidad o si, en cambio, el llanto y la risa no fuesen al final dos cosas tan parecidas y, el tiempo, así como el espacio, no tuvieran esa extraña manera de pertenecer al sitio al que todavía nadie puso nombre… posiblemente el fuego mojaría por estar tan cerca de una metáfora; el pasado no dolería porque habría dejado de formar parte de nuestra memoria; las palabras, desgastadas la mayor parte del tiempo, no serían tan crueles ni jugarían a herirnos, siendo su estrategia la sádica impotencia, y, por supuesto, el amor habría dejado de tener un único sentido.

Es solo tras haber visionado el fascinante trabajo de Richard Linklater, los tres mejores dramas románticos que hayan pasado jamás por la gran pantalla, cuando uno, completado el todo, la ardiente historia, comprende. Comprende que el amor es una elección y, como me dijo una vez alguien especial, se concibe al fin como un regalo y jamás se considera una imposición porque, como cantaba Bob Marley, el amor es la máxima expresión de la libertad. Incluso en las peores situaciones te sientes como en casa. Cada «enfrentamiento» te acerca más a la sensación de estar completamente cerca de esa persona a un nivel que supera las dimensiones del tiempo y el espacio. Da igual cómo pasen los años, no importa qué tan grande o viejo seas, la sensación sigue ahí, en la boca del estómago. Sigues siendo capaz de leer cartas que vienen del futuro, de jugar a ser otro que fuiste una vez en el pasado, de volverte a enamorar bajo una luna mágica en Grecia, porque de eso se trataba, de mantener la llama encendida.

Muchas son las personas que hablaron sobre el deseo o la pasión y, también, de su contrario, del amor. Sin embargo, nadie como el sociólogo Zygmunt Bauman supo retratarlo tan bien al decir que, si bien los dos se oponen, tal como el día y la noche, de no existir ambos, la vida ya habría acabado. Ambos, como un átomo a otro átomo, se necesitan para formar parte de algo superior. Todo, incluso a un nivel molecular, necesita de esa unión para pasar a ser vida. En estas películas, el director traduce todo esto con una habilidad inigualable, con un pulso de verdadero ser humano. Sus películas dejan de ser películas en el momento en que empiezas a verlas. Tanto como seguramente a su magnífico y singular reparto de actores, en el instante en que la pantalla toma color o las cámaras permanecen encendidas, convertirte en un crédulo resulta algo tremendamente sencillo. Solo nos queda, pues, agradecer a Linklater por habernos regalado tan reales ficciones en las que comprobar el significado del amor, otra vez, se convierte en una tarea fácil.

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