Spartacus: Blood and Sand

Spartacus: Blood and Sand

Spartacus: Blood and Sand traza ese despliegue de heroicidades que uno espera encontrar en un texto de verdadera épica. Más allá de ese capítulo introductorio que puede engañosamente hacer creer a alguien que la temporada entera será igual de mediocre, más allá de la sangre explícita, lo gore que pueda resultar esto sumado al efecto de gratuidad en lo hiperbólico de la lucha, la cámara lenta o el sexo vivo, Spartacus se alza como un conjunto perfecto de guión, imágenes, música y personajes, llevándonos a los abismos del infierno y también a los estandartes de la gloria, acompañados, cómo no, por las manos –o mejor cabría decir las espadas– de Espartaco, ese personaje tan magníficamente interpretado por Andy Whitfield, además del grandioso elenco de secundarios que en esta historia de desbordante bravura brillan a cada episodio que transcurre con mayor gracia y profundidad. Todos recordaremos, haya o no continuación, a Crixus, el eterno combatiente de Spartacus; a Batiatus con esa interpretación sibilina que cabría comentar en un texto aparte; o a Doctore, con su látigo y porte temibles, por poner unos pocos ejemplos.

Spartacus no tiene nada que envidiar a otras series de similar gusto como Roma, ni siquiera a la mismísima gran obra del inmortal Kubrick, basada en el mismo personaje. Esta recrea con inigualable tono su propio estilo; lejos de querer conceder lo sublime a sus espectadores, la crème de la crème, Spartacus reinventa su imaginario con una solidez que a pasos agigantados se ha ido adueñando de todos los que la seguíamos tras la pantalla, para acabar con ese apoteósico fin en el que el broche de oro no podría haber sido más brillante. Si busca épica, venganza, amor, sexo, sangre, arena, batallas, conspiraciones políticas; si desea adentrarse en esta historia con una buena ambientación de la república romana en la que un esclavo comprendió que aquel no era su destino, y luchó desesperadamente hasta alzarse con la victoria, este es su momento. No hubo otro en el que la épica creciese de manera tan escandalosa en solo trece capítulos.

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Firefly y los sueños despacios

Firefly

Creo que una de las mayores gozadas que me he dado en la vida ha sido la de conocer Firefly. Se lo juro siempre a todo el mundo, y creo que no peco de fanático. Tal vez me pueda el amor, la fantasía, el delirio y el grato recuerdo, pero qué cojones, me parece una serie hermosa, apuesta, con unos personajes vivos y que no son simples títeres en manos de un director mediocre, con una puesta en escena lírica y batallona, sincera, pasional, terrorífica, erótica, llena de colores y en la que cada cosa ocurre en su oportunidad y su momento, donde la psicología de la trama se sostiene con pies de plomo lentamente sobre unos diálogos inteligentes, ingeniosos como poco, divertidos, con un humor que me enloquece, con la ironía fina del capitán Malcolm del que uno no puede más que enamorarse y rendirle honores sin hacer ningún tipo de asco, con un telón de fondo delicioso que es música y es emoción que desgarra, con unas historias de scifi pero al más puro western, donde los caballos y las naves pueden convivir al mismo tiempo, donde el miedo a la propia raza y a la ajena conspiran, donde los sueños no han sido todavía olvidados en el espacio. Whedon sabe crear una historia a través de los mecanismos invisibles, en ese fondo que uno no ve pero que siente tan estoicamente formado cuando termina la orquesta espacial a la que hemos ido a parar, a ese enorme paraíso de miserias y antihéroes al que somos conducidos. Lo entrañable de este misterio no es que se lo cuenten, sino vivirlo en carne propia y llorar y emocionarse y reír y montarse en Serenity y descubrir que todavía estamos vivos, que no podrán frenar la emoción verdadera, auténtica, última, la del arte por el arte, la del amor a una historia que nunca tuvo ni tendrá fin. Los sueños despacios.

Amor. Puedes saber la Biblia en verso, pero si vas con una nave que no amas, te hará besar el suelo, seguro como que los mundos giran. El amor la mantiene cuando debería caerse. Sabes que sufre antes de que se queje. Te lleva a casa.

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Jekyll o el amor psicópata

Jekyll

Jekyll se vale precisamente de todos esos recursos que en el medio audiovisual priman como lenguaje del arte. Desaprovecharlos no es excusa; no nos engañemos, la ingente cantidad de basura a la que asistimos hoy día viene precisamente de esa inutilidad procreada por el comercio de lo rápido y lo taquillero. En este círculo de increíbles acrobacias visuales entran en rigor varias cosas a destacar: el gran reparto de actores, el absoluto genio de James Nesbitt, la inteligencia de Moffat, la hermosura de Michelle Ryan, pero sobre todas las cosas, la interpretación del ya mencionado protagonista. Con un poco de maquillaje y distinto color de ojos es capaz, mediante la modificación de los registros y tonos de voz y las muecas y gestos faciales, de convertirse en otra persona. De ser Jekyll a Hyde. El espectador no es tonto y lo asimila desde un principio: estamos viendo a alguien completamente distinto, a la antítesis de ese hombre tan humano y hastiado, a la conversión de un adulto en un “niño” sonriente y repleto de una fuerza indescriptible. Es ahí donde vemos como lo visual tiene los trucos que, por ejemplo en literatura, no se exhiben: el juego de lo no-verbal y la magia de los silencios, donde la música y el escenario entran en acción; y de aquí es de donde puede nacer la materia prima para un medio con tanta potencia como el audiovisual, atravesando nuestras emociones con la plástica de la vista.

Jekyll nos remite a la famosa historia del gran Stevenson y la rescribe de una manera sencillamente astuta e inteligente, adaptándola con una modernidad absoluta. En el fondo la historia de Steven Moffat sigue tan pura como antaño en el papel, porque el mensaje de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde no deja de ser una metáfora universal: todos comprendemos que esa otra persona es el lado oscuro de nuestra imperfecta humanidad, nuestro ello y nuestras ganas refrenadas. Son muchas las versiones tanto en cine como en televisión o en la propia esfera literaria que se han bañado con esta metáfora para recrearse en el arte, pero son pocos los productos que, como éste, innovan. Jekyll es una miniserie de seis intensos capítulos en la que en cada episodio se despliegan sus más preciosos avatares: una atmósfera oscura y desarmada de encanto, una música y unos planos que nos traen presagios vampíricos, una sangre de psicópata y de amor, o de amor psicópata, una suerte de escenarios y personajes que en muy poco tiempo se ganan nuestras ganas. El visionado no es obligatorio, pero resulta un placer confesable.

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Reloj blando

Lo mejor para la tristeza –contestó Merlín, empezando a soplar y resoplar– es aprender algo. Es lo único que no falla nunca. Puedes envejecer y sentir toda tu anatomía temblorosa; puedes permanecer durante horas por la noche escuchando el desorden de tus venas; puedes echar de menos a tu único amor; puedes ver el mundo a tu alrededor devastado por locos perversos; o saber que tu honor es pisoteado por las cloacas de inteligencias inferiores. Entonces solo hay una cosa posible: aprender. Aprender por qué se mueve el mundo y lo que hace que se mueva. Es lo único que la inteligencia no puede agotar, ni alienar, que nunca la torturará, que nunca le inspirará miedo ni desconfianza y que nunca soñará con lamentar, de lo que nunca se arrepentirá. Aprender es lo que te conviene. Mira la cantidad de cosas que puedes aprender: la ciencia pura, la única pureza que existe. Entonces puedes aprender astronomía en el espacio de una vida, historia natural en tres, literatura en seis. Y entonces después de haber agotado un millón de vidas en biología y medicina y teología y geografía e historia y economía, pues, entonces puedes empezar a hacer una rueda de carretera con la madera apropiada, o pasar cincuenta años aprendiendo a empezar a vencer a tu contrincante en esgrima. Y después de eso, puedes empezar de nuevo con las matemáticas hasta que sea tiempo de aprender a arar la tierra.

WHITE, Terence: The Once and Future King (1958), Putnam’s Sons, Nueva York.

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