Antes del… amor

Si las palabras pudieran tener traducción posible de alguna recóndita parte de la realidad o si, en cambio, el llanto y la risa no fuesen al final dos cosas tan parecidas y, el tiempo, así como el espacio, no tuvieran esa extraña manera de pertenecer al sitio al que todavía nadie puso nombre… posiblemente el fuego mojaría por estar tan cerca de una metáfora; el pasado no dolería porque habría dejado de formar parte de nuestra memoria; las palabras, desgastadas la mayor parte del tiempo, no serían tan crueles ni jugarían a herirnos, siendo su estrategia la sádica impotencia, y, por supuesto, el amor habría dejado de tener un único sentido.

Es solo tras haber visionado el fascinante trabajo de Richard Linklater, los tres mejores dramas románticos que hayan pasado jamás por la gran pantalla, cuando uno, completado el todo, la ardiente historia, comprende. Comprende que el amor es una elección y, como me dijo una vez alguien especial, se concibe al fin como un regalo y jamás se considera una imposición porque, como cantaba Bob Marley, el amor es la máxima expresión de la libertad. Incluso en las peores situaciones te sientes como en casa. Cada «enfrentamiento» te acerca más a la sensación de estar completamente cerca de esa persona a un nivel que supera las dimensiones del tiempo y el espacio. Da igual cómo pasen los años, no importa qué tan grande o viejo seas, la sensación sigue ahí, en la boca del estómago. Sigues siendo capaz de leer cartas que vienen del futuro, de jugar a ser otro que fuiste una vez en el pasado, de volverte a enamorar bajo una luna mágica en Grecia, porque de eso se trataba, de mantener la llama encendida.

Muchas son las personas que hablaron sobre el deseo o la pasión y, también, de su contrario, del amor. Sin embargo, nadie como el sociólogo Zygmunt Bauman supo retratarlo tan bien al decir que, si bien los dos se oponen, tal como el día y la noche, de no existir ambos, la vida ya habría acabado. Ambos, como un átomo a otro átomo, se necesitan para formar parte de algo superior. Todo, incluso a un nivel molecular, necesita de esa unión para pasar a ser vida. En estas películas, el director traduce todo esto con una habilidad inigualable, con un pulso de verdadero ser humano. Sus películas dejan de ser películas en el momento en que empiezas a verlas. Tanto como seguramente a su magnífico y singular reparto de actores, en el instante en que la pantalla toma color o las cámaras permanecen encendidas, convertirte en un crédulo resulta algo tremendamente sencillo. Solo nos queda, pues, agradecer a Linklater por habernos regalado tan reales ficciones en las que comprobar el significado del amor, otra vez, se convierte en una tarea fácil.

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